lunes, 21 de enero de 2013

Crítica a "Kafka en la orilla" de Murakami


Kafka en la orilla de Murakami me produjo un sentimiento amargo. Contradictorio en muchos sentidos. Por un lado la obra presenta conflictos profundos en la ruptura de los círculos familiares, y por otro lado, conflictos tan antiguos como las tragedias de Sófocles. El conflicto del joven héroe desborda a sí mismo y a la escritura misma de la obra. Se mezcla en ella <dos narraciones> que confluyen en una espiral concadenada que va tensando la escritura que despliega en sus imperfecciones su mayor destreza.
En la primera narración está la fuga de Kafka Tamura a la biblioteca conmemorativa Komura, el cual huye de su padre, un famoso escultor que posee la capacidad de materializar el subconsciente con su obra. Kafka estará inmerso en cuestionamientos por su origen, cual Edipo joven transfigurado, en que ambos comparten la misma antigua profecía. Ello climatiza la obra y hace pensar a los lectores en un destino trágico. Deberá matar a su padre y acostarse con su madre y hermana. Huye como el héroe griego de su nefasto destino, únicamente para encontrarlo en la ciudad de Takamatsu, específicamente en la biblioteca conmemorativa Komura: la Tebas posmoderna. Allí conoce a la señora Saeki y su espectro, y a Oshima, personaje muy letrado de buen gusto musical, cuyo género/sexo es imposible de descifrar. Nuevamente un significante vacío, más que hombre o más que mujer, los comprende a ambos. También conoce a Sakura, quien lo ayuda en los peores momentos.
Todos los personajes tienen un secreto, que en mayor o menor medida, está relacionado con lo más trágico del destino de Kafka, porque en la tragedia reside no solo los defectos de los personajes, sino que también sus virtudes que los llevan a la ruina. Dicha biblioteca abre los espacios hacia lo metaliterario, leemos a personajes que leen, y la obra por momentos es un buen espacio para conocer autores japoneses de épocas remotas o bien autores occidentales como los griegos o “Las mil y una noches”. Mención especial de intertexto tiene el autor clásico japonés Ueda Akinari, con su obra “Cuentos de lluvia y de luna”. Obra de la cual Murakami extraerá los más conceptuales personajes.
Por otra parte, la segunda narración, se vuelca violentamente intercalada a los sucesos primordiales de Kafka. En principio parece ajena, pero con el correr de los capítulos va tomando forma y aun más, una mayor vivacidad que la primera (y hasta entonces) principal narración. Aquí se revelan informes secretos de los Estados Unidos: un grupo de 16 niños que paseaba por un monte buscando setas cae desmayados al divisar un curioso objeto volador luminoso en la época de la Segunda Guerra Mundial. Todos los niños vuelven a la normalidad, menos uno: Nakata. Entonces, esta narración comienza con entrevistas a la profesora de los niños, doctores, psiquiatras especializados, pero nadie sabe lo que pasó. La hipótesis que se baraja y que no se refuta habla de un viaje fuera del cuerpo, conocidos más comúnmente por la new age, como un viaje astral. Nakata al volver o recobrar el conocimiento no es el mismo, ha olvidado leer y escribir. Ha quedado tonto luego de desmayarse. Desde aquí se transforma en el héroe mágico de la novela, el contrapunto a Kafka, y quién, además de tener los más delirantes diálogos con los gatos, debe cumplir la terrible misión de abrir y cerrar la puerta de la entrada.
Dicha puerta es el vórtice metafísico en que se engarzan como engranajes dimensionales ambos relatos. Kafka encerrado leyendo en la biblioteca descubre el cuadro de Kafka en la orilla del mar, así como la canción escrita del mismo nombre por la señora Saeki. En paralelo Nakata toma la misión que se le ha encomendado y viaja hasta Takamatsu, lugar de los increíbles acontecimientos. El cronotopo de la novela refiere a pocos días y centrado en dicha ciudad (es que el tiempo no es un factor importante), así como su espacio indefinido en el bosque laberíntico de una perdida montaña. Personajes misteriosos recorren esta obra, para darle un aire de irrealidad: el Coronel Sanders que es un concepto que ha adoptado la forma del símbolo del Kentuky Fried Chicken, los distintos gatos que ayudan con sus diálogos en las búsquedas de Nakata, Hoshino un joven simplón y algo tonto, Johnnie Walken el más famoso asesino de gatos, quien les quitaba el alma para construir una poderosa flauta; el joven llamado Cuervo que es el alter ego o yo profundo de Kafka, con quien dialoga y guía en los momentos complejos. Todo esos condimentos llevan a tensar la obra en una hiperrealidad: género fantástico y esotérico. Pongo la “y”, porque ambos elementos se superponen perfectamente.

El punto es que el conflicto, que por momentos parece anudar el nudo borromeo de Lacan, no logra entrelazar en sus vórtices un verdadero espacio de crítica o de una renovación de la mirada del lector frente a sus problemas existenciales. Como lectores nos quedamos esperando algo más. La obra se lee de forma simple, incluso puede ser una interesante lectura escolar. Más allá de una entretención e introspección reflexiva no alcanza a generar algo superior. Es una obra centrada en la anfibología del fantasma, el espectro, el amor como la ilusión de una nostalgia hacia los seres muertos: abre puertas de un mundo alegórico que no alcanza. El pueblo fantasma en la profundidad del bosque, climax de la obra, no responde nada sino que nos difumina hacia la interpretación de que el conflicto primordial que aqueja al hombre posmoderno es un viaje laberíntico del interior (por supuesto, nada nuevo). Como es adentro es afuera, y visceversa. El laberinto es una metáfora de los intestinos.
Murakami debió haber leído a Borges. Y aunque no lo nombre, están allí los mismos elementos. Kafka más que un héroe kafkiano (no hay ni ápice de crítica a la sociedad burguesa o posmoderna) es un héroe borgiano. Bibliotecas llenas de libros, otras sin ellos, laberintos en las entrañas, en las calles y en los bosques recorren toda esta obra. No parece haber salida, menos aun cuando el amor se vuelve expresión de una ilusión, como escribía Lacan: “El nuevo objeto se busca a través de la búsqueda de una satisfacción pasada, en los dos sentidos del término, y es encontrado y atrapado en un lugar distinto de donde se lo buscaba. Hay ahí una profunda distancia introducida por el elemento esencialmente conflictivo que supone toda búsqueda del objeto. Bajo esta forma aparece en primer lugar la relación de objeto en Freud” (1956). Es esa búsqueda del objeto deseado en una satisfacción pasada un eje central del conflicto de Edipo. Kafka transgrede todas las reglas en este sentido. No hay tesis, solo hipótesis abiertas, que se llevan a la tumba de la muerte y los limbos.
A fin de cuentas, la obra no debiese leerse en términos de buscar expresiones filosóficas, ni de esperar que se expongan los conflictos de nuestra contradictoria modernidad. La alegoría y los fantasmas son elementos centrales, pero se queda ahí, como elementos o lugares comunes de las obras masivas de la posmodernidad. No por nada Murakami es uno de los autores más leídos actualmente. Tiene una pluma de sobra, para “entre-tener” a descuidados lectores. Ponerse buenas gafas, que “Kafka en la orilla”, podría hacernos perder el rumbo y adentrarnos en peligrosos laberintos, de los cuales ¿saldremos tal cual como entramos? A fin de cuentas, como bien repiten Oshima y Kafka en la obra, las metáforas sirven para explicar y acercar la realidad.