Luis estudiaba en una escuela
abandonada. Sus compañeros eran fantasmas en su memoria y los llamaba por sus
nombres a cada instante, esperando encontrarlos en los pasillos. A veces, creía
escuchar sus ecos lánguidos en alguna sala abandonada, pero solo era su
imaginación. Lo cierto es que Luis era el único niño que quedaba en esa
escuela. Tampoco había profesores, ellos habían abandonado la escuela al
escuchar las primeras noticias de la plaga. Luis recorría la sala de
profesores, y siempre estaban allí los computadores abandonados, las tazas de
café servidas a la mitad y las páginas de diario arrugadas, llenándose de
polvo, cuyas letras expresaban alarma.
Luis recordaba que nunca fue un
buen alumno. Siempre trataba mal a sus profesores y compañeros, y menos aún,
hacía alguna tarea o leía algún texto. Tampoco ayudaba con los deberes a los
apoderados que trabajan allí, sino que sólo iba a molestar y tratar mal al
resto. En casa no ayudaba a sus padres, sólo se quedaba horas en el computador
viendo páginas con contenido estúpido.
Por un tiempo creyó que eso era bueno, que esa vida era toda la vida.
Hasta que un día fue al colegio, a hacer lo que siempre hacía (o sea, nada más
que fastidiar) y se encontró con la escuela completamente abandonada.
No había ningún mensaje, razón, o
señal alguna que le dijera por qué todos habían desaparecido. Algo asustado
volvió a su casa para preguntar a sus padres, pero ellos también habían
desaparecido. Estaba completamente solo y abandonado, no sabía realmente qué
hacer. Por ende hizo lo que conocía, lo que siempre había hecho. Ir a la
escuela a molestar. Pero no había nadie allí, ni compañeros para pegarle, ni
profesores para fastidiar. Todo estaba abandonado, las salas desordenadas, el
gimnasio sucio, los baños descuidados, lo vidrios que él mismo había quebrado
seguían rotos, nadie le cocinaba a la hora del almuerzo, y tampoco había
profesores que se esmeraran por enseñarle algo.
Entendió en ese momento lo
inevitable. Su cuerpo comenzó a adquirir una dimensión corpórea más difusa, se sintió cada vez más liviano, menos carnal. Podía ver incluso a través de sus manos, como si fuera una ilusión de sí mismo y no existía nadie que lo pudiera ayudar. Se sintió profundamente miserable y vacío, preso en sus propias
cadenas que lo atormentaban. Y arrodillado frente a las puertas del colegio, su
corazón ardió e hizo que las paredes se quebraran en fulgurantes destellos de
fuego. La ilusión fue removida y ante sus ojos se abrió un mundo nuevo. Un
mundo contagiado con la misma enfermedad que él padecía. El egoísmo y la
individualidad.
Luis al fin había aprendido algo.
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