Doña Berta acaba de salir
del trabajo. Son las seis y media de la tarde. Ya es hora de volver a casa.
Piensa en sus hijos y agarra fuerzas para emprender su largo viaje. La última
misión del día para Doña Berta es atravesar Santiago desde un extremo hacia la
periferia. Sus hijos son el grito de guerra que le brindará energías para
cruzar todo el infierno. Si sumamos sus horas de viaje, tanto de ida como de
vuelta, más sus horas de trabajo pagadas y no (colación), su rutina alcanza las
trece horas diarias en actividades circulares al trabajo. Pero cabe mencionar
que le pagan solo nueve. Incluso sus jefes son muy buenos, y le dan la
oportunidad de hacer horas extras para producir más, y ganar más dinero. Horas
y horas, el costo de su trabajo medido en horas. Pero hasta el momento de su
salida han transcurrido once horas y media y aun el día no ha terminado, debe
volver a casa. Hacer el gran viaje.
Al salir se encuentra con
su jefe. Él trabaja siete horas y vive a media hora del lugar de su trabajo.
Ello suma ocho horas diarias. Si seguimos la lógica, Doña Berta debería ganar
más dinero que su jefe dada sus trece horas totales, o al menos, sus nueve
horas pagadas. Sin embargo la lógica, que es una útil herramienta del
pensamiento, no lo es para la remuneración. Lógica y sueldo son enemigos
consolidados, indisolubles, cuyo encono se puede rastrar hace siglos. Doña
Berta gana ocho veces menos que su jefe. Es ella quien hace todo el trabajo, su
jefe ordena papeles, firma cheques, timbra más papeles, y supervisa el trabajo
de sus empleados. También toma mucho café y también fuma, fuma mucho, fuma
Marlboro, diez mientras trabaja y diez fuera del trabajo. En un equilibrio y
orden perfecto.
Doña Berta debe hacer una
fila para tomar la micro. Hay veinte personas antes que ella. Tienen que pasar
dos micros para que ella pueda subirse en la tercera. Está repleta de gente, y
nadie le cede el asiento a la Señora Berta. Ella mira con ojos de súplica a un
joven alto, fornido y de contextura gruesa que va sentado en el bus escuchando
música con unos audífonos gigantes, escuchando en una actitud similar a la de
un Buda extasiado en el Nirvana más allá de todo sufrimiento humano. Las
avenidas, largas avenidas repletas de vehículos y la micro avanza muy lenta, a
tropezones y el hedor que sube con el calor se hace cada vez más insufrible. El
aire enrarecido asfixia levemente a Doña Berta, quien estoicamente debe
imaginar que está en una de esas películas que ve con su familia los domingos,
películas de aventureros que cruzan el desierto a bordo de camellos hediondos,
y sufren todo tipo de contratiempos y peripecias. Al final los aventureros
sobreviven al Sahara, y con sus rubias cabelleras al viento encuentran el
tesoro y aniquilan al villano.
Pasan los minutos y Doña
Berta lleva media hora en la micro cada vez más atestada de gente. Cada vez más
lento el viaje. Una joven muy hermosa se para de su asiento mientras dos viejos,
mostrando sus dientes amarillos asomados de sus torvas sonrisas, le miran el
culo. Doña Berta al fin tiene un asiento, pero cruza su mirada con el rostro
suplicante de una mujer embarazada que se acerca, se lo cede. Nada que hacer,
solo esperar de pie, moviéndose al vaivén del cuerpo de la micro, como los
rubios aventureros sobre camellos en las películas. Cada vez más lento el
viaje. El olor alcanza lo nauseabundo, como si la micro transportara cadáveres
antes que trabajadores. Un hombre tose mucho, y un pequeño niño se pone a
llorar porque su madre le quitó el celular. Los llantos, la tos, el hedor, lo
lento. El tiempo y las horas confabulando en esas almas ancladas en el más
extenso olvido. Los rostros quejumbrosos y ojos opacos que expresan desidia e
indiferencia. Cada pasajero sumido en sus pensamientos. Doña Berta sumida ahora
en películas de Disney que ve los domingos con sus hijos.
Un joven de pelo largo y
barba descuidada se sube a la misma micro. Lleva una guitarra y se pone a tocar
canciones populares que hablan de utopías, sueños, revoluciones y muertes
heroicas. Doña Berta no presta atención al joven, pero nota un leve cambio de
ánimo con la música. Se da cuenta que los bufidos, hedores y dolores de piernas
son un poco más llevaderos. Se le ocurre el primer pensamiento positivo.
Trabajará horas extras para comprarle una guitarra a uno de sus hijos. Y se
imagina llegando a casa cansada del trabajo y sus hijos con la guitarra le
cantan una canción de utopías, sueños, revoluciones y letanías. Pero eso no ha
pasado. Eso es una ilusión y no existe. Sabe de antemano lo que le espera en casa.
El viaje sigue, hediondo, con llantos de niños, gritos de jóvenes, hombres que
tosen y viejos de sonrisas obscenas que miran a jóvenes estudiantes, las cuales
ríen y se mueven con la gracia de las flores que caen cuando se despiden a los
muertos en guerras navales. Doña Berta nunca ha visto una guerra, salvo en las
películas de soldados americanos en Vietnam o Irak, películas que ve su esposo
por las noches, mientras ella se queda dormida esperando alguna caricia, alguna
señal pasional que la vuelva a sentir mujer.
El viaje continuaba cada
vez más lento. Terminaba cada vez más lento, al divisarse el Ekono donde Doña
Berta compra el pan. Ha sido un viaje de una hora y media, en silencio
hermético y de pie, cuya única compañía fueron pensamientos que ha olvidado,
pensamientos cíclicos que no recordará jamás. En el paradero se baja ella y la
mayoría de los pasajeros. Obreros, nanas, estudiantes, delincuentes, qué
importa, está cerca de casa, en el Sur de Santiago, qué pueden saber del
desconocido Sur de Santiago. Nadie conoce los seres que deambulan por esas
calles olvidadas y sin nombres. Allí en la esquina está el Flaco, amigo de
infancia de Doña Berta, con quien compartió sus primeros besos; hoy yace sumido
en la droga y su cuerpo cadavérico da la impresión de haberse secado por
dentro. Lo saluda con amabilidad, él le devuelve el saludo con la gracia de quienes
no tienen porvenir, ni luz en sus ojos.
Doña Berta entra al Ekono,
debe comprar algo para la once. Sus hijos la esperan. Compra pan y paté que paga
con el vuelto que le sobró al cargar la BIP. Camina al fin a su casa, con la
bolsa en la mano, muy apretada a su pecho. Cuando llega se da cuenta que los
perros han defecado en su entrada. No le importa, al fin está en casa. Al
entrar saluda a su familia, su marido sin despegar su vista de la tele le dice,
hola gorda, sus hijos le dan un enorme abrazo. Mira la casa, es un completo
desorden, y están todos los platos sucios, el piso embarrado, la ropa tirada.
Lava la loza, prepara la once y se sienta toda la familia en la pequeña mesa. Ella
hace todo, su marido come y mira la tele, sus hijos le piden a su madre que los
ayude en sus tareas. Terminan de comer, Doña Berta limpia la mesa, lava la
loza, barre el piso, limpia la mierda de los perros, ordena las piezas, le
sirve un nuevo café a su marido que sigue mirando la tele, ayuda a sus hijos
con sus tareas, luego acuesta a sus hijos, debe estar cansada, su marido
también se acuesta y sigue mirando la tele. Ella sale a regar sus plantitas,
las cuida mucho, las riega abstraída de todo pensamiento. La calle está sumida
en el silencio, una ambulancia suena a lo lejos, en la esquina jóvenes
angustiados conversan a viva voz acerca del partido del domingo. Entra a casa, termina
de barrer y ordena las pocas pertenencias que le quedan, verifica que sus hijos
duerman, verifica que su marido esté acostado, verifica que la ropa esté
guardada. Todo está limpio, en un equilibrio y orden perfecto anterior al
crimen. Se sienta en el sofá. Se mira las manos, cada vez más fuertes, cada vez
más gastadas.
Ahora puede descansar. Le
quedan cinco horas para dormir, y volver al trabajo.
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