miércoles, 26 de junio de 2013

El niño que destruyó una escuela

Luis estudiaba en una escuela abandonada. Sus compañeros eran fantasmas en su memoria y los llamaba por sus nombres a cada instante, esperando encontrarlos en los pasillos. A veces, creía escuchar sus ecos lánguidos en alguna sala abandonada, pero solo era su imaginación. Lo cierto es que Luis era el único niño que quedaba en esa escuela. Tampoco había profesores, ellos habían abandonado la escuela al escuchar las primeras noticias de la plaga. Luis recorría la sala de profesores, y siempre estaban allí los computadores abandonados, las tazas de café servidas a la mitad y las páginas de diario arrugadas, llenándose de polvo, cuyas letras expresaban alarma.
Luis recordaba que nunca fue un buen alumno. Siempre trataba mal a sus profesores y compañeros, y menos aún, hacía alguna tarea o leía algún texto. Tampoco ayudaba con los deberes a los apoderados que trabajan allí, sino que sólo iba a molestar y tratar mal al resto. En casa no ayudaba a sus padres, sólo se quedaba horas en el computador viendo páginas con contenido estúpido.  Por un tiempo creyó que eso era bueno, que esa vida era toda la vida. Hasta que un día fue al colegio, a hacer lo que siempre hacía (o sea, nada más que fastidiar) y se encontró con la escuela completamente abandonada.

No había ningún mensaje, razón, o señal alguna que le dijera por qué todos habían desaparecido. Algo asustado volvió a su casa para preguntar a sus padres, pero ellos también habían desaparecido. Estaba completamente solo y abandonado, no sabía realmente qué hacer. Por ende hizo lo que conocía, lo que siempre había hecho. Ir a la escuela a molestar. Pero no había nadie allí, ni compañeros para pegarle, ni profesores para fastidiar. Todo estaba abandonado, las salas desordenadas, el gimnasio sucio, los baños descuidados, lo vidrios que él mismo había quebrado seguían rotos, nadie le cocinaba a la hora del almuerzo, y tampoco había profesores que se esmeraran por enseñarle algo.
Entendió en ese momento lo inevitable. Su cuerpo comenzó a adquirir una dimensión corpórea más difusa, se sintió cada vez más liviano, menos carnal. Podía ver incluso a través de sus manos, como si fuera una ilusión de sí mismo y no existía nadie que lo pudiera ayudar. Se sintió profundamente miserable y vacío, preso en sus propias cadenas que lo atormentaban. Y arrodillado frente a las puertas del colegio, su corazón ardió e hizo que las paredes se quebraran en fulgurantes destellos de fuego. La ilusión fue removida y ante sus ojos se abrió un mundo nuevo. Un mundo contagiado con la misma enfermedad que él padecía. El egoísmo y la individualidad.

Luis al fin había aprendido algo.

viernes, 21 de junio de 2013

El trabajo

Doña Berta acaba de salir del trabajo. Son las seis y media de la tarde. Ya es hora de volver a casa. Piensa en sus hijos y agarra fuerzas para emprender su largo viaje. La última misión del día para Doña Berta es atravesar Santiago desde un extremo hacia la periferia. Sus hijos son el grito de guerra que le brindará energías para cruzar todo el infierno. Si sumamos sus horas de viaje, tanto de ida como de vuelta, más sus horas de trabajo pagadas y no (colación), su rutina alcanza las trece horas diarias en actividades circulares al trabajo. Pero cabe mencionar que le pagan solo nueve. Incluso sus jefes son muy buenos, y le dan la oportunidad de hacer horas extras para producir más, y ganar más dinero. Horas y horas, el costo de su trabajo medido en horas. Pero hasta el momento de su salida han transcurrido once horas y media y aun el día no ha terminado, debe volver a casa. Hacer el gran viaje.
Al salir se encuentra con su jefe. Él trabaja siete horas y vive a media hora del lugar de su trabajo. Ello suma ocho horas diarias. Si seguimos la lógica, Doña Berta debería ganar más dinero que su jefe dada sus trece horas totales, o al menos, sus nueve horas pagadas. Sin embargo la lógica, que es una útil herramienta del pensamiento, no lo es para la remuneración. Lógica y sueldo son enemigos consolidados, indisolubles, cuyo encono se puede rastrar hace siglos. Doña Berta gana ocho veces menos que su jefe. Es ella quien hace todo el trabajo, su jefe ordena papeles, firma cheques, timbra más papeles, y supervisa el trabajo de sus empleados. También toma mucho café y también fuma, fuma mucho, fuma Marlboro, diez mientras trabaja y diez fuera del trabajo. En un equilibrio y orden perfecto.
Doña Berta debe hacer una fila para tomar la micro. Hay veinte personas antes que ella. Tienen que pasar dos micros para que ella pueda subirse en la tercera. Está repleta de gente, y nadie le cede el asiento a la Señora Berta. Ella mira con ojos de súplica a un joven alto, fornido y de contextura gruesa que va sentado en el bus escuchando música con unos audífonos gigantes, escuchando en una actitud similar a la de un Buda extasiado en el Nirvana más allá de todo sufrimiento humano. Las avenidas, largas avenidas repletas de vehículos y la micro avanza muy lenta, a tropezones y el hedor que sube con el calor se hace cada vez más insufrible. El aire enrarecido asfixia levemente a Doña Berta, quien estoicamente debe imaginar que está en una de esas películas que ve con su familia los domingos, películas de aventureros que cruzan el desierto a bordo de camellos hediondos, y sufren todo tipo de contratiempos y peripecias. Al final los aventureros sobreviven al Sahara, y con sus rubias cabelleras al viento encuentran el tesoro y aniquilan al villano.
Pasan los minutos y Doña Berta lleva media hora en la micro cada vez más atestada de gente. Cada vez más lento el viaje. Una joven muy hermosa se para de su asiento mientras dos viejos, mostrando sus dientes amarillos asomados de sus torvas sonrisas, le miran el culo. Doña Berta al fin tiene un asiento, pero cruza su mirada con el rostro suplicante de una mujer embarazada que se acerca, se lo cede. Nada que hacer, solo esperar de pie, moviéndose al vaivén del cuerpo de la micro, como los rubios aventureros sobre camellos en las películas. Cada vez más lento el viaje. El olor alcanza lo nauseabundo, como si la micro transportara cadáveres antes que trabajadores. Un hombre tose mucho, y un pequeño niño se pone a llorar porque su madre le quitó el celular. Los llantos, la tos, el hedor, lo lento. El tiempo y las horas confabulando en esas almas ancladas en el más extenso olvido. Los rostros quejumbrosos y ojos opacos que expresan desidia e indiferencia. Cada pasajero sumido en sus pensamientos. Doña Berta sumida ahora en películas de Disney que ve los domingos con sus hijos.
Un joven de pelo largo y barba descuidada se sube a la misma micro. Lleva una guitarra y se pone a tocar canciones populares que hablan de utopías, sueños, revoluciones y muertes heroicas. Doña Berta no presta atención al joven, pero nota un leve cambio de ánimo con la música. Se da cuenta que los bufidos, hedores y dolores de piernas son un poco más llevaderos. Se le ocurre el primer pensamiento positivo. Trabajará horas extras para comprarle una guitarra a uno de sus hijos. Y se imagina llegando a casa cansada del trabajo y sus hijos con la guitarra le cantan una canción de utopías, sueños, revoluciones y letanías. Pero eso no ha pasado. Eso es una ilusión y no existe. Sabe de antemano lo que le espera en casa. El viaje sigue, hediondo, con llantos de niños, gritos de jóvenes, hombres que tosen y viejos de sonrisas obscenas que miran a jóvenes estudiantes, las cuales ríen y se mueven con la gracia de las flores que caen cuando se despiden a los muertos en guerras navales. Doña Berta nunca ha visto una guerra, salvo en las películas de soldados americanos en Vietnam o Irak, películas que ve su esposo por las noches, mientras ella se queda dormida esperando alguna caricia, alguna señal pasional que la vuelva a sentir mujer.
El viaje continuaba cada vez más lento. Terminaba cada vez más lento, al divisarse el Ekono donde Doña Berta compra el pan. Ha sido un viaje de una hora y media, en silencio hermético y de pie, cuya única compañía fueron pensamientos que ha olvidado, pensamientos cíclicos que no recordará jamás. En el paradero se baja ella y la mayoría de los pasajeros. Obreros, nanas, estudiantes, delincuentes, qué importa, está cerca de casa, en el Sur de Santiago, qué pueden saber del desconocido Sur de Santiago. Nadie conoce los seres que deambulan por esas calles olvidadas y sin nombres. Allí en la esquina está el Flaco, amigo de infancia de Doña Berta, con quien compartió sus primeros besos; hoy yace sumido en la droga y su cuerpo cadavérico da la impresión de haberse secado por dentro. Lo saluda con amabilidad, él le devuelve el saludo con la gracia de quienes no tienen porvenir, ni luz en sus ojos.
Doña Berta entra al Ekono, debe comprar algo para la once. Sus hijos la esperan. Compra pan y paté que paga con el vuelto que le sobró al cargar la BIP. Camina al fin a su casa, con la bolsa en la mano, muy apretada a su pecho. Cuando llega se da cuenta que los perros han defecado en su entrada. No le importa, al fin está en casa. Al entrar saluda a su familia, su marido sin despegar su vista de la tele le dice, hola gorda, sus hijos le dan un enorme abrazo. Mira la casa, es un completo desorden, y están todos los platos sucios, el piso embarrado, la ropa tirada. Lava la loza, prepara la once y se sienta toda la familia en la pequeña mesa. Ella hace todo, su marido come y mira la tele, sus hijos le piden a su madre que los ayude en sus tareas. Terminan de comer, Doña Berta limpia la mesa, lava la loza, barre el piso, limpia la mierda de los perros, ordena las piezas, le sirve un nuevo café a su marido que sigue mirando la tele, ayuda a sus hijos con sus tareas, luego acuesta a sus hijos, debe estar cansada, su marido también se acuesta y sigue mirando la tele. Ella sale a regar sus plantitas, las cuida mucho, las riega abstraída de todo pensamiento. La calle está sumida en el silencio, una ambulancia suena a lo lejos, en la esquina jóvenes angustiados conversan a viva voz acerca del partido del domingo. Entra a casa, termina de barrer y ordena las pocas pertenencias que le quedan, verifica que sus hijos duerman, verifica que su marido esté acostado, verifica que la ropa esté guardada. Todo está limpio, en un equilibrio y orden perfecto anterior al crimen. Se sienta en el sofá. Se mira las manos, cada vez más fuertes, cada vez más gastadas.

Ahora puede descansar. Le quedan cinco horas para dormir, y volver al trabajo.

lunes, 21 de enero de 2013

Crítica a "Kafka en la orilla" de Murakami


Kafka en la orilla de Murakami me produjo un sentimiento amargo. Contradictorio en muchos sentidos. Por un lado la obra presenta conflictos profundos en la ruptura de los círculos familiares, y por otro lado, conflictos tan antiguos como las tragedias de Sófocles. El conflicto del joven héroe desborda a sí mismo y a la escritura misma de la obra. Se mezcla en ella <dos narraciones> que confluyen en una espiral concadenada que va tensando la escritura que despliega en sus imperfecciones su mayor destreza.
En la primera narración está la fuga de Kafka Tamura a la biblioteca conmemorativa Komura, el cual huye de su padre, un famoso escultor que posee la capacidad de materializar el subconsciente con su obra. Kafka estará inmerso en cuestionamientos por su origen, cual Edipo joven transfigurado, en que ambos comparten la misma antigua profecía. Ello climatiza la obra y hace pensar a los lectores en un destino trágico. Deberá matar a su padre y acostarse con su madre y hermana. Huye como el héroe griego de su nefasto destino, únicamente para encontrarlo en la ciudad de Takamatsu, específicamente en la biblioteca conmemorativa Komura: la Tebas posmoderna. Allí conoce a la señora Saeki y su espectro, y a Oshima, personaje muy letrado de buen gusto musical, cuyo género/sexo es imposible de descifrar. Nuevamente un significante vacío, más que hombre o más que mujer, los comprende a ambos. También conoce a Sakura, quien lo ayuda en los peores momentos.
Todos los personajes tienen un secreto, que en mayor o menor medida, está relacionado con lo más trágico del destino de Kafka, porque en la tragedia reside no solo los defectos de los personajes, sino que también sus virtudes que los llevan a la ruina. Dicha biblioteca abre los espacios hacia lo metaliterario, leemos a personajes que leen, y la obra por momentos es un buen espacio para conocer autores japoneses de épocas remotas o bien autores occidentales como los griegos o “Las mil y una noches”. Mención especial de intertexto tiene el autor clásico japonés Ueda Akinari, con su obra “Cuentos de lluvia y de luna”. Obra de la cual Murakami extraerá los más conceptuales personajes.
Por otra parte, la segunda narración, se vuelca violentamente intercalada a los sucesos primordiales de Kafka. En principio parece ajena, pero con el correr de los capítulos va tomando forma y aun más, una mayor vivacidad que la primera (y hasta entonces) principal narración. Aquí se revelan informes secretos de los Estados Unidos: un grupo de 16 niños que paseaba por un monte buscando setas cae desmayados al divisar un curioso objeto volador luminoso en la época de la Segunda Guerra Mundial. Todos los niños vuelven a la normalidad, menos uno: Nakata. Entonces, esta narración comienza con entrevistas a la profesora de los niños, doctores, psiquiatras especializados, pero nadie sabe lo que pasó. La hipótesis que se baraja y que no se refuta habla de un viaje fuera del cuerpo, conocidos más comúnmente por la new age, como un viaje astral. Nakata al volver o recobrar el conocimiento no es el mismo, ha olvidado leer y escribir. Ha quedado tonto luego de desmayarse. Desde aquí se transforma en el héroe mágico de la novela, el contrapunto a Kafka, y quién, además de tener los más delirantes diálogos con los gatos, debe cumplir la terrible misión de abrir y cerrar la puerta de la entrada.
Dicha puerta es el vórtice metafísico en que se engarzan como engranajes dimensionales ambos relatos. Kafka encerrado leyendo en la biblioteca descubre el cuadro de Kafka en la orilla del mar, así como la canción escrita del mismo nombre por la señora Saeki. En paralelo Nakata toma la misión que se le ha encomendado y viaja hasta Takamatsu, lugar de los increíbles acontecimientos. El cronotopo de la novela refiere a pocos días y centrado en dicha ciudad (es que el tiempo no es un factor importante), así como su espacio indefinido en el bosque laberíntico de una perdida montaña. Personajes misteriosos recorren esta obra, para darle un aire de irrealidad: el Coronel Sanders que es un concepto que ha adoptado la forma del símbolo del Kentuky Fried Chicken, los distintos gatos que ayudan con sus diálogos en las búsquedas de Nakata, Hoshino un joven simplón y algo tonto, Johnnie Walken el más famoso asesino de gatos, quien les quitaba el alma para construir una poderosa flauta; el joven llamado Cuervo que es el alter ego o yo profundo de Kafka, con quien dialoga y guía en los momentos complejos. Todo esos condimentos llevan a tensar la obra en una hiperrealidad: género fantástico y esotérico. Pongo la “y”, porque ambos elementos se superponen perfectamente.

El punto es que el conflicto, que por momentos parece anudar el nudo borromeo de Lacan, no logra entrelazar en sus vórtices un verdadero espacio de crítica o de una renovación de la mirada del lector frente a sus problemas existenciales. Como lectores nos quedamos esperando algo más. La obra se lee de forma simple, incluso puede ser una interesante lectura escolar. Más allá de una entretención e introspección reflexiva no alcanza a generar algo superior. Es una obra centrada en la anfibología del fantasma, el espectro, el amor como la ilusión de una nostalgia hacia los seres muertos: abre puertas de un mundo alegórico que no alcanza. El pueblo fantasma en la profundidad del bosque, climax de la obra, no responde nada sino que nos difumina hacia la interpretación de que el conflicto primordial que aqueja al hombre posmoderno es un viaje laberíntico del interior (por supuesto, nada nuevo). Como es adentro es afuera, y visceversa. El laberinto es una metáfora de los intestinos.
Murakami debió haber leído a Borges. Y aunque no lo nombre, están allí los mismos elementos. Kafka más que un héroe kafkiano (no hay ni ápice de crítica a la sociedad burguesa o posmoderna) es un héroe borgiano. Bibliotecas llenas de libros, otras sin ellos, laberintos en las entrañas, en las calles y en los bosques recorren toda esta obra. No parece haber salida, menos aun cuando el amor se vuelve expresión de una ilusión, como escribía Lacan: “El nuevo objeto se busca a través de la búsqueda de una satisfacción pasada, en los dos sentidos del término, y es encontrado y atrapado en un lugar distinto de donde se lo buscaba. Hay ahí una profunda distancia introducida por el elemento esencialmente conflictivo que supone toda búsqueda del objeto. Bajo esta forma aparece en primer lugar la relación de objeto en Freud” (1956). Es esa búsqueda del objeto deseado en una satisfacción pasada un eje central del conflicto de Edipo. Kafka transgrede todas las reglas en este sentido. No hay tesis, solo hipótesis abiertas, que se llevan a la tumba de la muerte y los limbos.
A fin de cuentas, la obra no debiese leerse en términos de buscar expresiones filosóficas, ni de esperar que se expongan los conflictos de nuestra contradictoria modernidad. La alegoría y los fantasmas son elementos centrales, pero se queda ahí, como elementos o lugares comunes de las obras masivas de la posmodernidad. No por nada Murakami es uno de los autores más leídos actualmente. Tiene una pluma de sobra, para “entre-tener” a descuidados lectores. Ponerse buenas gafas, que “Kafka en la orilla”, podría hacernos perder el rumbo y adentrarnos en peligrosos laberintos, de los cuales ¿saldremos tal cual como entramos? A fin de cuentas, como bien repiten Oshima y Kafka en la obra, las metáforas sirven para explicar y acercar la realidad.

viernes, 18 de noviembre de 2011

El loco del Tarot de Marsella


Esta carta puede ser la más difícil de descifrar, pero vamos a lo inmanente. La carta se nos presenta con el nombre de “le mat” que la tradición ha denominado, El loco, además a diferencia del resto de las cartas del Tarot, no posee número alguno que la ubique o que la sitúe en algún orden establecido de los 22 naipes de este juego. Recordemos que el Tarot es un juego de cartas, en el cual un consultante hace preguntas, y el lector o vidente responde a las preguntas según el orden de cartas que hayan salido en la tirada. Se interpreta una situación particular de la vida según fragmentos. Son 78 cartas en el Tarot, pero en el juego de la lectura se lee un número determinado de ellas, como mínimo 3, de forma que la respuesta viene dada desde la fragmentación del cuerpo del Tarot. Es una respuesta desde el órgano, desde la molécula, un pequeño espacio de tu vida puede verse reflejado en unas cuantas cartas de este juego. Por ello el Tarot se presenta como un juego muy apto para la vida actual de las personas, en que ya no se apunta a una totalidad opresora, sino que cada experiencia está siendo atomizada en función de un individualismo social que desmiente las etiquetas enciclopédicas plurales. Pero volvamos al loco.

El sujeto de “el loco”, o la locura, ha sido un tema tratado como “enfermedad” de la “mente” – alma o cerebro – desde la antigüedad misma, por diferentes culturas, con distintas visiones, que van desde lo animista, lo mitológico, lo alegórico, hasta el arte y la posesión de demonios. Más allá de las distintas visiones lo que me interesa recalcar es que siempre en la historia han existido “locos”, los cuales han sido tratados por su comunidad, o aislados en asilos. El loco del tarot no posee número que lo identifique, y tal vez se deba a que en el imaginario mismo de quienes desarrollaron esta obra de arte, no sabían cómo ni dónde se debían posicionar a los locos, pero lo relevante es que aun así pusieron esta carta, y su función dentro del Tarot es más que relevante.

Parece ser que el loco es la carta abismante de la entrada al juego en su conjunto. En ella se ve a un hombre ensimismado mirando hacia el cielo, fijando sus pasos rojos en un cielo distante, parece preocupado, o despreocupado. Me refleja una posición o acto poético en su andar. Curiosamente detrás de él hay un perro o animal de color celeste, del mismo color del suelo que pisa, que parece que lo estuviese empujando a moverse, precisamente posa sus patas delanteras (no aparecen las traseras) en el sexo del loco, y desde ese punto lo motiva o lo impulsa a moverse. El loco aparece como un hombre soñador vestido de muchos colores, sobre todo destaca el verde de la naturaleza y el rojo de la fuerza y la sangre, posee también en su cabeza un ¿gorro? ¿casco? amarillo que indica que en su mente hay un estado de conciencia superior, o que nos muestra un estado iluminado. Este sujeto además lleva sobre sus hombros un ¿palo? ¿cucharón? del cual cuelga una bolsa color piel. ¿Qué oculta esa bolsa? ¿sus ropas, comida, instrumentos de navegación, las cartas del tarot, el mundo entero? Además en su andar se apoya sobre un báculo de color rojo, lo cual nos da indicios de que su caminar no será corto.

Se nos abre así una nueva perspectiva acerca de “le mat”, la del viajero, que realiza un peregrinar hacia ese punto invisible que apunta su distante mirada. Este viajero es un viajero muy particular, vestido como bufón, es impulsado por un perro celeste a caminar sobre sus pasos ¿en círculos? ¿o con un propósito definido? El animal terrestre lo hace moverse en pos del destino en los cielos que su mente a fijado. ¿Conoce su destino? ¿su dirección es libre como sus ojos, o impuesta por el animal?

El loco del Tarot de Marsella es la carta más fascinante, lleva en sí mismo la noción del “juego” de los naipes, camina por un suelo celeste ¿reflejo del cielo? Camina por un suelo espejo, y sus pasos marcan los pasos de sí mismo como motivado por un hado o destino animalizado, su sexo es el motor primigenio de todo andar, pero con una cabeza amarilla llena de pensamientos iluminados. ¿Es ese acaso el mensaje del loco? ¿es acaso esa la imagen que en el imaginario se tenía del loco? O, es acaso una señal, un mensaje, que nos dice que “le mat”, es el loco que representa a todos los navegantes, a todos los viajeros, a todos los astronautas. En sí mismo el viaje como motivo de esta carta es esencialmente materia de locura para el Tarot. De cualquier forma, y donde quiera que esta carta se presente, refleja en sí mucha energía, un cúmulo de energía en movimiento, en todas las direcciones posibles del cosmos.

domingo, 13 de noviembre de 2011

El Papa



La carta del Tarot “Le Pape” o el papa, se nos presenta a simple vista como un viejo señor, o sabio mirando fijamente hacia su derecha (lado activo), en donde su mano izquierda (receptiva) parece bendecir al mundo o a sus dos jóvenes acólitos, seguidores postrados a sus pies. La mano derecha está “enguantada” y sostiene el báculo que, al parecer, lo hace merecedor de un título muy especial. Sobre su cabeza tiene una especie de corona. Un papa es un guía espiritual para el pueblo cristiano, representa encarnadamente a la divinidad, dirige y bendice a sus seguidores. Es un puente entre el mundo terrenal y el mundo celestial, une dentro de sí los dos órdenes, reflejados en el círculo blanco-azul, que está entre los dos postrados. Es una idea que nos repercute, un anhelo en búsqueda de algo superior.

Este viejo señor, sin duda no es un papa muy corriente. En primer lugar, no está completamente vestido de blanco, como todos los papas, sino que lleva atuendos de distintos colores, rojo, amarillo, azul y verde. Me hace pensar que posee no tan solo un carácter serio-divinizado, propio de su investidura, sino que también quiere mostrar alegría y festividad en el mundo. Sus ropas parecen arrugarse desde su cintura hacia abajo, por lo que su cuerpo no queda del todo delineado. Podría imaginar que nos oculta algo, o ¿es un papa mutilado? ¿tiene vergüenza de su sexo? ¿solo funciona de la cintura hacia arriba? Los jóvenes están de espaldas a nosotros postrados ¿rezando? ¿pidiendo consejo? Tal vez sirva como espejo de nosotros mismos o todos aquellos que buscan sabiduría y ayuda en alguien superior, en un ser superior, en un objeto divino como el tarot. Pero ese postrarse puede que también refleje una tentación, un dejo de poca voluntad, o bien una entrega poco equitativa hacia aquel maestro que sabe más que nosotros, ¿podemos aprender lo mismo que el maestro, o bien, siempre seremos pequeños aduladores de su conocimiento? Podría ser un maestro más que un papa, o un papa – maestro. El maestro enseña, corrige y dirige a sus alumnos hacia el bien. Pero ¿no les muestra lo que hay bajo su cadera? ¿solo camina con la palabra?

Otro detalle interesante de este arcano es que, detrás del papa se esconden, o apenas se muestran, lo que parecen ser dos pilares, unidos por tablas, ¿o es una escalera de ascenso espiritual? ¿o son las pruebas y cursos que deben superar los alumnos? Finalmente lo más intrigante de esta carta, que mueve todo lo que he dicho antes: es esa tercera mano de color celeste y amarillo que está entre los dos postrados, la cual está palma arriba: ¿pidiendo consejo? ¿pidiendo limosna? ¿lanzando el círculo que refleja los dos órdenes del mundo? ¿quiere ver lo que oculta el papa bajo sus ropas? ¿quiere tocarle el sexo a su maestro? Esa mano de dónde viene, acaso la carta nos sugiere – a modo de puesta en abismo – que es nuestra propia mano, la del tarotista o la del consultante, postrado como los jóvenes frente al maravilloso Tarot. Sin duda el arcano V, es para mí, la carta de las infinitas preguntas, ¿podrá este papa-maestro-festivo respondernos a todas?

Rey y Caballero de Oros

















Si miramos el Rey de Oros del Tarot de Marsella, vemos a un viejo o mendigo, o rey de ropa y sombrero algo raro mirando un plato o oro en el cielo y teniendo otro en la mano. Nos parece remitir la idea de tener un oro o el oro del mundo en su mano izquierda (receptiva), mientras que tiene la vista fija en el cielo, en el astro que ve. Podríamos decir que es un astrónomo que posee toda la tecnología posible para observar detenidamente un astro.
Por su parte el caballero de oro, nos parece un sujeto vestido a la ligera sobre su caballo azul muy contento por la campiña. En su mano izquierda lleva un mazo, símbolo de la sexualidad, o la creatividad, lo lleva guardado, esperando el momento de actuar. Su vista está fija en el astro que miraba el Rey. Pero este astro ahora ha crecido, está más cercano. Desde la posición del Rey, el caballero se ha movido en búsqueda de ese astro. Yo me imagino un astronauta que ya no necesita de su telescopio (mazo o basto) sino que con sus propios ojos puede contemplar al astro hacia el cual se dirige sobre su nave corcel.